martes, 12 de abril de 2011

Veladas gastronáuticas

De entre todos los placeres que puede darse un hombre en vida, la buena comida de seguro está peleando un lugar en el podio. Por desgracia, pecar de gula se está tornando una tarea cada vez más complicada. Con restós, bistrós, grills, trattorías y hasta pedestres bodegones que surgen como hongos por todo Buenos Aires, elegir un buen lugar para entregarse al disfrute del morfi se ha tornado una verdadera lotería. Para colmo, la proliferación de comidas exóticas despista todavía más al comensal desprevenido, que nunca puede estar seguro de no caer en un insufrible antro palermitano con pretensiones de Guía Michelín, "atendido" (es un decir) por estudiantes de teatro que perpetran a desgano el noble oficio gastronómico, producto de la desfachatez de algún mercachifle con ínfulas de cheff, capaz de adornar un insulso puré de papas con los nombres más insólitos y venderlo a precio oro camuflado de cocina fusión indoafropanameña.

Antes la cosa era harto más sencilla. Uno podía tener su morfadero de confianza (digamos una parrilla de la Costanera en la onda del extinto Negro el Once), dónde el mozo lo saludaba con un cordial "cómo le va Don Merengue" y prácticamente sin preguntar servía un bife de chorizo con papas rejillas, una suprema Maryland y pará de contar, que los menúes de antaño no sabían de sofisticaciones étnicas.

Pero bueno, no me quiero ir de tema ni caer en la onda nostalgiosa (que los cazabobos de Palermo Six Feet Under -ex Chacarita- ya están explotando de la mano del "neobodegones" como el malísimo Ballo del Mattone o el aún peor Enfundá la Mandolina, que en rigor no quedan en el barrio del cementerio, sino en el Palermo vaya a saber qué), sino recomendar una perlita en la que caí el otro día de casualidad, y que vale la pena que conozcan para quedar como unos duques de enserio, con título nobiliario y todo, con la dama que les toque en suerte.

La cosa es que andaba con ganas de saciar el apetito en algún lugar con vista al rio, e investigando un poco caí en un reducto escondidísimo en la costa de San Fernando llamado Captain Cook

El camino hacia el lugar no era de lo más alentador: desde Panamericana hay que atravesar una zona de esas en las que, de noche, uno preferiría no quedarse sin nafta ni tener que parar a cambiar una cubierta. Una vez llegados a destino, es menester anunciarse en la entrada de una marina, donde amablemente nos indican donde está la entrada al restaurant.

Desde lo estético, hay que decir que el entorno del boliche es de lo más interesante. Ubicado en una guardería náutica, tiene una terraza desde donde divisar el río y los innumerables yates que están amarrados en el lugar, lo que también invita a un relajado paseo una vez finalizada la comilona. Lo que es el restaurant en si, consta de un ambiente íntimo, en la onda minimalista chic, levemente frío y superpoblado de gente que pasa con comodidad el medio siglo. Personalmente, habría buscado que el salón tenga mejor vista a las amarras, pero en una de esas no era posible, y además tampoco soy el dueño como para andar reclamando al respecto.

Yendo a lo importante -es decir, la comida- debo reconocer que grata fue mi sorpresa con la propuesta inspirada en el sudeste asiático. Había tenido una pésima experiencia en Sudestada -que casi termina con visita al Instituto del Quemado- pero esto es otra cosa. Para empezar unos langostinos grandes como nunca había visto, del grosor de una salchicha de copetín, frescos, crocantes por fuera y tiernos por dentro. Para seguir, unas brochettes de cerdo con salsa de maní y guarnición de dos arroces (hasta no hace mucho, yo pensaba que el único arroz "diferente" era el Gallo Oro que nosepasanosepega, pero resulta que ahora me vengo a enterar que existe un arroz negro y otro finito que en esta oportunidad le hacían compañía al pincho porcino) que estaban más que sabrosas. Dada la abundancia de las porciones, nunca llegué a pedir postre, pero entre plato y plato la casa invitaba un sorbete de mousse de limón que estaba de rechupete. En conclusión, comida rica, fresca y abundante, con el toque étnico del lejano oriente, pero sin abusar del picante ni los condimentos extraños.

Por último, sentencio que la atención fue correcta. No profesional (si por profesional entendemos a un señor de moñito afiliado al sindicato de los gastronómicos), pero si atenta y diligente. Párrafo aparte merecen la chef Marta Ramírez y su marido, que van mesa por mesa explicando los platos y requiriendo la opinión de los comensales. Muy bien de su parte el estar verdaderamente comprometidos con satisfacer al cliente, pero, sin ánimo de ofender, me parece que, si te dan quince minutos de charla después de cada bocado, están caminando en la frontera que separa lo atento de lo denso. Si corrigen eso les pongo un diez.

He dicho.


4 comentarios:

Aninka Tokos dijo...

Tengo la suerte de conocer este restaurante por lo que puedo dar fé de que todas sus apreciaciones son exactas. Volvería a comer ahí una y otra vez.
Saludos!

Dr. Merengue dijo...

Así es estimada Aninka, un lugar para ir seguido y volverse habitué.

Sol dijo...

Soy de San Fernando y jamás escuché nombrar este lugar. Tengo que probarlo... suena prometedor y además cerca!

Dr. Merengue dijo...

Estimada Sol, si es de San Fernando, es un imperativo categórico que no deje pasar este fin de semana sin sumergirse en los manjares de este restaurant.