domingo, 30 de septiembre de 2012

Shhhh!!! (de regreso y de incógnito)

Mi amiga, la Reina de Jordania
Por comentarios de varios allegados, se que la troupe de fieles seguidores de este espacio ha vivido últimamente tiempos de honda preocupación por mi estado de salud, mi paradero y el pago puntual de mis deudas. No puedo comentar demasiado sobre los motivos de mi ausencia, puesto que mis abogados me han incitado a respetar acuerdos de confidencialidad oportunamente suscriptos. Sólo les puedo decir que, por razones ajenas a mi voluntad, cierto viaje por el Oriente Medio se extendió más de lo deseado. Como dato de color, puedo agregar que tuve oportunidad de conocer personalmente a la reina Rania de Jordania, que es una mujer muy mona (mucho más de lo que permiten apreciar las fotografías), extremadamente culta y simpática, y que en la misma ocasión también pude comprobar que su marido, el rey Abdalá II, es un tipo más bien agrio, con bastantes pocas pulgas y un alguito celoso. También les puedo contar que aproveché la estadía en el simpático reino oriental para efectuar un estudio in situ de la situación carcelaria en Jordania, que será publicado a la brevedad. No quiero cambiar de tema sin mandarle un afectuoso saludo a Abdul Al Jashani y Karim Al Ragheb, probos funcionarios de la penitenciaría Al-Yuweide de Ammán, que luego de tres meses dando vueltas por ahí dentro, tuvieron la amabilidad de indicarme donde quedaba la salida.

Pero dejémonos de éstas cosas que a pocos, amén de los incondicionales que reunieron el dinero para solucionar mi problemilla, interesan. Prefiero referirles una experiencia infinitamente más grata que he vivido días atrás, relacionada más bien con el Oriente Lejano que con el Cercano que me ha tenido a mal traer.

Resulta que me encontraba en la búsqueda un service de lavarropas que me recomendaron por la zona de Palermo (¡toda la ciudad ahora se llama Palermo!) que he decidido rebautizar Palermobrioche. No se si se ubican: es un rectángulo delimitado por las calles Honduras, Dorrego, Nicaragua y Ravignani, en el que se han multiplicado como hongos los bistrós, pattiseries, boulangeries, petit cafés y demás reductos afranchutados con tolditos rayados, vidrieras con marco de madera y frascos con galletitas. Terminé recalando en uno que me pareció el más tranquilo y menos afeminado, dado que se había pasado largamente la hora del almuerzo y me estaba picando el bagre. Pedí una tabla de quesos, un plato de fiambre y una copa de vino, y me perdí en la altura de mis pensamientos hasta que un extraño detalle me sacó del ensimismamiento: la aparición y desaparición misteriosa de gente que salía de vayaasaberdonde e iba parar a ídem lugar. La cosa era extraña, porque el lugar era más bien pequeño y aparentaba tener una única entrada. Intrigado, presté atención y constaté la existencia de sendas puertas ocultas en la boiserie y detrás de una estantería. Como en esas viejas novelas de misterio donde un falso libro se convertía en la llave que hacía aparecer una habitación secreta tras la biblioteca, acá la apertura de un panel en la pared daba paso a una intrigante escalera que conducía al piso superior.

Consulté al personal y, sin que sea necesaria contraseña, identificación o pago de suma alguna, me franquearon el acceso al arriba. Allí la pequeña Paris transmutaba en un pequeño living minimalista absolutamente blanco, inmaculado, en el que apenas se destacaba una gran mesa de líneas rectas y madera clara decorada con orquídeas y una prolija barra de sushi. Tomé asiento en la mesa, vacía, y fui instruido del sistema de la casa: uno puede hacer su pedido marcando el plato deseado en una lista de papel, u optar por pagar una suma fija y que el chef traiga a piacere lo que se le vaya ocurriendo, mecanismo que los japoneses denominan omakase, y por el que terminé inclinándome. Ahí comenzó la bacanal.

Tiradito de pulpo ilustrativo: en realidad fui sin cámara
Sin prisa pero sin pausa, comenzaron a llegar a mi plato una larga lista de exquisiteces producto de esa curiosa fusión nacida entre la gastronomía nipona y la peruana que hace roncha en el mundo. En primer lugar, tiraditos de salmón y pulpo, este último regado de una formidable salsa agridulce. Después, una profusa variedad de rolls de todo tipo y contenido: de salmón, de camarón, de langostino, con palta, con queso brie, rebosados y hasta con papas pai, todo en presentación delicadísima y sutil combinación. A mi gusto, descollaron los de salmón a la pimienta y suave toque de lima. La velada prosiguió con un ceviche combinado de salmón rosado, pulpo y langostinos, de notable frescor y acidez justa. Justo antes de tirar la toalla, llegaron los niguiris de salmón y centolla, y de salmón y ají rocoto. En todo se notaba la mano maestra y precisa del chef, la calidad de la materia prima y la sutileza de los sabores, administrados en la medida justa para no opacarse entre sí ni apabullar el estómago del comensal. Terminado el festín, oblé poco menos de tres gambas y me retiré intrigado por la absoluta ausencia de contertulios. ¿Será esta maravilla de la gastronomía fusionada (sin lugar a dudas, el mejor sushi que he probado hasta la fecha) el berretín de algún ricachón que lo ha puesto para si mismo y se niega a compartirlo con el gran público o quizá todo fue el producto de mi imaginación alucinada?

Háganme el favor, y que alguien vaya a constatar que Omakase existe y no es producto del delirio de un piantao. Si les piden la contraseña, digan que van de parte mía.

Ci vediamo!



Omakase: Nicaragua 5946, 1º piso, Capital Federal. Teléfono: 4778-1050.


lunes, 7 de mayo de 2012

¡Flor de chegusán!

A ningún quía medianamente espabilado se le escapa que el último boom gastronómico mundial es la comida peruana. Tanto han insistido los incaicos en promocionar sus platos típicos, y tanto éxito han tenido en su laburo, que prácticamente no queda fundamentalista del asado de tira o la suprema Maryland que no se haya visto obligado a ponderar, muy a su pesar, las virtudes del ceviche, los anticuchos o el arroz chaufa.

Más aún, lo que antes se encontraba circunscripto a la humilde barriada del Abasto, lo que se susurraba en bodegones de malamuerte frecuentados sólo por la noble inmigración peruana y unos pocos aventureros gastronómicos, lo que era misterio insondable para las doñas de batón y ruleros, hoy se expande como un virus por toda la Reina del Plata. Hay comida peruana para todos los gustos: para las señoras pingorotudas de Barrio Norte, en fusión apta para el snobismo palermohollywoodense, y hasta con entrega a domicilio que se pierde por las intrigantes calles de Parque Chas.

Pero el otro día, deambulando por las calles de Retiro -Barrio Norte dirán otros- apremiado por la angurria y aquejado por el tiempo que siempre escasea, me topé con lo único que faltaba a la profusa oferta gastronómica peruana de Buenos Aires: el fast food.

¿Fast food peruano?, preguntarán algunos. Y la respuesta es un si rotundo. Después de todo, si los gringos nos acostumbraron a ese horrible payaso y sus hamburguesas diminutas, si la maravillosa mancomunión de tanos y gallegos nos legó la pizza al paso de Güerrín o La Mezzetta, si el sabor de nuestra Pampa más telúrica supo transfigurarse en los salvadores puestos de choripán de la Costanera, ¿por qué no habríamos de adoptar también como nuestro el modo en que sacían el hambre nuestros amigos limeños cuando les pica el bagre y el reloj los apura?

La punta de lanza del desembarco de la peruvian fast food es entonces Perú Express, el apretado boliche al que los venía introduciendo. Un morfadero más bien escueto en decoración y puesta en escena (lógicamente, no es la Rosa Negra), pero que se ofrece generoso al laburante hastíado de panchos, hamburguesas, empanadas y otras yerbas a las que somete la rutina laboral porteña. El plato fuerte, valga la redundancia, son los sánguches (sic), bastante alejados de la foránea burguer o el triple de jamón y queso: los hay de lomo, de atún, de pechuga de pollo, de bondiola de cerdo. Personalmente, opté por éste último, el "chicarrón peruano" un manjar de carne de cerdo tiernísima, cebolla colorada, batatas al horno, lechuga y un condimento que andá a saber en qué consiste, pero que estaba de rechupete, acompañado de una cantidad apoteósica de papas fritas (de verdad, no de esas que vienen congeladas adentro de una bolsa). Para lubricar la garganta, como no era horario de entrarle al pisco sour, opté por una muy buena chicha morada. Me fui pipón sin haber oblado más de cincuenta mangos. Una ganga.

Así que queridos seguidores, si andan famélicos por el centro y quieren hacer la vida un poco más llevadera (al menos hasta que repongan en la radio el Glostora Tango Club), dénse una vuelta por Perú Express, que como decía un pintoresco patilludo sobre cuyo nombre prefiero echar un piadoso manto de olvido, no los va a defraudar.

Cuidensén, y vayan oreando el sobretodo, que está fresco pa' chomba.

Ci vediamo!



Perú Express: Marcelo T. de Alvear 990, Capital Federal.

martes, 27 de marzo de 2012

La hora del Doctor

¡A no confundir!
Que el título no los engañe, estimadísimos lectores. No es de la popular audición radiofónica del médico ginecólogo y deté campeón del mundo que les voy a parlar en esta oportunidad, sino de con qué marca las horas este humilde manyapeles que les escribe. Porque ser puntual es un imperativo categórico para todo gentleman, y para ello es necesario portar un relós como la gente. Se que muchos purretes utilizan sus teléfonos celulares para esos menesteres, y aún esos raros aparatitos para escuchar punchi punchi también te tiran las agujas, pero siendo que son pocos los accesorios con que un hombre puede dar un toque diferente a su outfit, me niego rotundamente a abandonar el uso del reloj. Un caballero de verdad debe engalanar su muñeca con un reloj y se acabó. He dicho.

Pero tampoco es cuestión de ponerse cualquier cosa sólo para tener la hora precisa y llegar a casa antes de que a la patrona se le pasen los ravioles. Un reloj habla de la personalidad de quien lo porta, de sus valores, de sus aspiraciones, y por ello tiene suma importancia acertar en la elección. Además hay algunos que simplemente quedan para la miércoles: he visto a más de un piscuí dándoselas de businessman, de traje tres piezas y peinado a la gomina, mostrando su profunda naturaleza grasuna a través de un horroroso reloj deportivo (de esos que son de goma, digitales y con un cuadrante desmesurado y fosforescente) marca Nike, o de esos adefesios new rich que son del tamaño de una grande de jamón y morrones y gritan un logo de Armani o Dolce & Gabbana. Cosas que no pegan ni con cola, vió.

En materia de relojes, en mi opinión, discreción es sinónimo de elegancia. Además tampoco es cosa de andar llamando mucho la atención con tanto escrushante dando vueltas. Lo bueno es que la sobriedad y el buen gusto no requieren de grandes gastos. Hay opciones para todos los presupuestos, y todas las ocasiones. Para que se entienda, paso a ejemplificar con algunos modelos de mi propia colección.

Vamos a empezar por una opción low cost, porque no todo el mundo puede andar tirando manteca al techo, y aún cuando uno levante la biyuya en pala, a veces hay que ir a la verdulería o visitar a un pariente lejano que vive en Longchamps, oportunidades en la que no es ubicado ni conveniente andar haciendo ostentación. En tal caso, por unos trescientos pesitos más o menos, uno puede ir a la calle Libertad y hacerse de un Casio MTP-1229, reloj discreto, de líneas limpias y modernas, robusto y fiel como un Ford Falcon. El mío tiene unos cuantos años y no he tenido que llevarlo nunca a un service, pese a que ha aguantado más de un sopapo y acompañado mis rutinas gimnásticas. Lógicamente, no se le puede pedir más que cumpla rigurosamente con una función: dar la hora (no tiene cronómetro, hora mundial, conexión a internés, ni almacena números telefónicos de señoritas).

Ahora bien, puede pasar que uno haya acumulado algún manguito (laburando o en la ruleta del Hotel Provincial, lo mismo da) y quiera farolear un poco, sin llegar al extremo de tener que hipotecar el depto o mandar a yirar a la nona. Los abogados, matasanos, inyenieris y otros profesionales es común que también pretendan mostrarse prósperos y exitosos, para justificar ante la clientela los disparatados horarios que suelen exigir por sus servicios. Ahí entonces uno se aleja de los tugurios de dudosa reputación de la calle Libertad y se acerca a alguna joyería más pipícucú, de esas en que te atienden afectadamente y te invitan un scotch, y por la módica suma de quinientos verdolagas aproximadamente se lleva un Citizen Calibre 8700 BL8004-53E, que ya es una cosa seria de relós, con una pinta que no le cuento y lleno de chiches de todo tipo: se recarga con la luz, tiene calendario eterno, registra dos husos horarios, te despierta a la mañana y hasta te avisa si se está por quedar sin pila. Una maravilla. Eso si, tiene menor resistencia a las caidas y los golpes que el Casio (el mío adeuda una visita al chapista) y para ponerlo en hora hay que tragarse un manual que parece el Libro Gordo de Petete.

Cuando ya la vida no sólo te sonríe, sino que te guiña el ojo y te tira un beso, las damiselas corren en manada a arrojarse a las butacas de tu Jaguar reluciente y te olvidaste hace tiempo lo que es andar contando los cobres para comer un sánguche de parado, entonces te ha llegado el momento de pasar a jugar en la primera de los relojes y aprovechar la habitual visita a Niuyork para adquirir un Montblanc Time Walker Chronograph Automatic Club Brown (no le han puesto nombre al aparato) que es un reloj de la San Perinola, casi una obra de arte. Hace alguna gracia menos que el Citizen, pero tiene cronómetro y una facha que ni hace falta que de la hora. Correa de piel de ternero con pespunteado a contratono, agujas y números en oro rojo y tapa de cristal de zafiro que permite ver el mecanismo de relojería. Belleza pura, diría el Bambino. Tiene apenas dos contras: cuesta módicas cuatro lucas verdes (en realidad una bicoca si se lo compara con un Rolex o un Omega similares), y sólo se consigue en Iueséi, dado que se trata de una edición limitada para el mercado gringo.

Bueno gente, creo que después de estas recomendaciones, ya no tienen excusa para llegar tarde a un compromiso ni seguir usando el Orient que le regalaron al nono cuando se jubiló de Ferrocarriles Argentinos. Como siempre, espero haberles sido útil y les dejo mis mejores deseos hasta la próxima vuelta.

See you later!

miércoles, 21 de marzo de 2012

Publicidad berreta



Encontrábase días atrás este servidor esperando que lo atienda el dentista, cuando se le dio por pispear unos magazines de esos que hablan de la nada misma, de las peleas de bataclanas, las casas de la gente petitera y esas cosas. Perdido iba en esas banalidades, propias de quien necesita imperiosamente achurar el tiempo muerto, cuando mi atención se fijó en un par de publicidades. No en esas chiquitas de brujas que prometen enyuntar a dos que no se pueden ver ni en figuritas, o de tipos que por un módico precio te enlozan la bañadera y el bidet. Las que me llamaron la atención fueron un par de página completa, que deben costar unos buenos mangos, y que de tan berretas uno se da en preguntar si en realidad no forman parte de alguna clase de patraña pergeñada por un fabricante de zapatos, un colchonero u otra de esas gentes dedicadas a industrias más bien pedestres, para estafar de algún modo a sus acreedores. Inmediatamente vinieron a mi memoria esas aborrecibles publicidades de la firma Medicorp de finales de los años '80, protagonizadas por una rubia tan insulsa y vestida de modo tan infame, que su presencia como imagen institucional no podía justificarse de otra forma que suponiendo que la susodicha se encamaba con el capo de la empresa.

Para ilustrar a mi distinguida audiencia respecto de estas aberraciones de la publicidad gráfica autóctona, paso a analizar brevemente tres ejemplos de lo que les vengo parlando.

Ejemplo Nº 1: La reina del nightclú

Esta es la historia de un señor que posee un enorme caserón en la zona de Los Polvorines, cuya entrada está precedida por dos descomunales leones dorados y que se encuentra íntegramente tapizada por dentro con motivo animal print. La cosa es que el buen hombre, dueño de una fábrica de mallas y recientemente divorciado, conoció hace algún tiempo, tomando unos aperitivos en Hipopotamus, a una señorita monísima que le hizo explotar el balero. Locamente enamorado, el quía ideó una jugada magistral para ganarse el corazón de la damisela: convertirla en la cara de sus trajes de baño. Para eso llamó a su cuñado, que se da maña con las fotos y hace poco se trajo un tremendo camarón de Miami, y contrató página completa en una revista.

El resultado nos plantea varios interrogantes. En primer lugar, por qué catzo la mina salió en la foto recién peinada, maquillada (nótese el harto vulgar color de sus labios) y con un collar. ¿Acaso alguien se mete así al mar en San Clemente, o se lanza a tirar brazadas en la pileta del Club Kimberley pintada como una puerta? La segunda pregunta relevante es por qué razón ni siquiera le pusieron de fondo un paisaje tropical, una cascada o al menos una pelopincho. La pose antinatural y el abuso de photoshop nos dan una pista de la respuesta: la producción se hizo siguiendo el dudoso gusto del empresario textil, a quien encima embaucaron cobrándole como si se hubieran ido a Bali por dos meses para hacerla y contratado a Mario Testino de fotógrafo.

Ejemplo Nº 2: No se le puede decir que no a un niño...

A diferencia del caso anterior, en que el comitente era un simpático veteranex devenido latin lover, aquí presenciamos la obra de una ex bailarina de teatro de revistas, que merced a un prestísimo matrimonio con cierto afamado futbolista, se reconvirtió en respetable señora y amorosa madre. La doña, para no estar todo el día al cuete poniéndose ruleros y mirando la novela, un día decidió que quería ser diseñadora de moda. Y fue así que trabó relación con unos coreanos que regentean un taller clandestino en la calle Avellaneda y se lanzó a revolucionar el mercado de la indumentaria deportiva.

El negocio marchó viento en popa, y la señora decidió expandirlo con una línea infantil. Y claro, su inquieta hijita (que heredó las pretensiones de diva de la madre) y su encantador primogénito (ya casi en la pubertad y convencido de su cancherísima prosapia) le imploraron, prácticamente al borde del sollozo, protagonizar la campaña publicitaria. ¿Cómo negarse al pedido de estos querubines angelicales?

Así fue como estos dos críos incordiosos fueron a ocupar página central de un semanario femenino, carentes de toda gracia y munidos de pilchas ordinarias hasta el paroxismo. El cuadro fellinesco lo completan un fondo de fuegos artificiales (!), el logotipo mal superpuesto de la marca (obsérvese que oculta parte del calzado de la niña) y el anuncio, incomprensible en el contexto, de un combate de kickboxing entre el conocido matón Jorge "Acero" Cali y "el Ninja" (sic), actividad edificante para los niños si las habrá. Es de esperar, entonces, que estos infantes sigan los pasos de su ídolo pugilístico y pronto se dediquen a patotear a productores agropecuarios descontentos.

Ejemplo Nº 3: Imagen de radio

Desconozco totalmente quien es Ricardo Guazzardi, y no tengo nada contra él. Más aún, viendo que ha sido merecedor de dos premios Martín Fierro otorgados por APTRA (la insigne institución integrada por Cacho Rubio, Luis Pedro Toni y Nora Lafón, entre otras luminarias) estoy convencido de que debe tratarse de un periodista de nota. Por ello me resulta imperdonable que una emisora líder como Radio Rivadavia lo someta al escarnio de aparecer en un aviso que parece salido de una campaña para la intendencia del Partido de la Costa. Uno puede imaginárselo prometiendo la instalación de cloacas y el pavimentado de la rotonda de acceso. Tampoco podemos soslayar el color celeste demodé, la variedad de tipografías que pululan por todos lados y confunden al lector, y ese ¿sol? horrendo en degradé, que nos anuncia que la estrella radiofónica transmitirá desde la mismísima Punta Mogotes.

La invocación de los galardones obtenidos, como toda vanagloria, es de indudable mal gusto. ¿Acaso Radio Rivadavia no puede pagarle a un publicista para que sus avisos no huelan a naftalina y broncedor Rayito de Sol?

Bueno amigos, espero este repaso les haya servido para prevenirse de los muchos rufianes que andan circulando en el ambiente de la publicidad timando a los desprevenidos. Es triste ver tanto dinero, que tendría mejor uso en manos de quien suscribe, es dilapidado en carísimos avisos que socavan la imagen de los anunciantes. Desde ya les aviso que este espacio se encuentra generosamente abierto a los dinerillos de empresarios textiles, radiofónicos, metalmecánicos, transportistas y ferreteros que quieran prestigiarse recurriendo a mi sabiduría y don de gentes.

Cuidensen, que la yeca está complicada.

Ci vediamo la prossima volta!

miércoles, 29 de febrero de 2012

El "estilo San Isidro"

San Isidro colorido
No escapa a la distinguida audiencia de este espacio que las gentes que habitan esta gran urbe suelen aglutinarse en diferentes subgrupos, caracterizados por las más diversas razones, que les otorgan rasgos particulares que notará hasta el más caído del catre. A veces esa diferenciación puede estar dada por la común afición a cierta escuadra futbolística, otras veces al ejercicio de determinada profesión y otras tantas, por caso, al hecho de habitar en un barrio o localidad en particular. Lo cierto es que cada uno de esos grupos -o tribus, como ha dado en llamarlos la sociología vernácula con particular léxico- son perfectamente reconocibles por utilizar un lenguaje propio, compartir valores comunes o vestir de una determinada forma. Es precisamente a los códigos pilcheriles de una de estas curiosas tribus urbanas, que quiero referirme en esta oportunidad.

Señoras y señores, con ustedes: el "estilo San Isidro".

Para comenzar este pequeño ensayo de antropología urbana sobre el vestir de los habitantes del selecto distrito de la Zona Norte del conurbano bonaerense, he de prevenir al lector sobre un error común en su caracterización. Usualmente, se considera que la nota distintiva de los sanisidrenses es ser -o al menos parecer- gente bienuda. Sin embargo, he de notar que también hay ricachones -reales o aparentes- en otras zonas como la Recoleta, Belgrano R, Adrogué, Puerto Madero o en los countries de Pilar, y sin embargo claramente no se parecen a los sanisidritas. Lo que diferencia a estos últimos, entonces, no es su poder adquisitivo, sino una particular actitud que asumen frente a la vida: los quías viven en estado de permanente vacacionar. Más aún, muchos de ellos están absolutamente persuadidos de vivir cerca de la playa -pese a los casi quinientos kilómetros que los separan de la Bristol- e incluso en mitad del campo -aunque no queden en San Isidro calles de tierra, y la vaca más cercana se encuentre en la Agronomía-.

San Isidro en bermudas
A esa predisposición ociosa hay que sumarle la influencia del deporte en las costumbres sanisidrianas -principalmente el rugby y en menor medida la náutica- para explicar el overall look del parroquiano arquetípico. El sanisidrense suele lucir relajado, ligeramente desprolijo -a diferencia de sus pares de Recoleta, que intentan estar impecables en cualquier situación por más indecorosa que ésta sea- e incluso indiferente. No es extraño ver jóvenes de bermudas, ojotas, barba crecida y pelo enmarañado -eso si, de rigurosa chomba por fuera del pantalón- caminando por la Avenida del Libertador a la altura de Acassuso, o alegres jovatos de ídem bermuda -aunque en su variante de jean-, con canas peinadas hacia atrás, luciendo orgullosos zapatillas de tenis y horribles medias deportivas a la vista mientras toman un vermú en Pepino. Con todo, la imagen que caracteriza a San Isidro es la de un hombre entrando en sus cincuentas, de camisa polo, pantalones de gabardina pinzados, cinturón con guarda Pampa y zapatos náuticos.
San Isidro canchero
Como la onda en la capital del rugby es aparentar riqueza disimulándola, los sanisidrinos no son particularmente afectos a las grandes marcas. Es cierto que muchos de ellos tienen debilidad por Polo Ralph Lauren o Cardón -aunque ésta última sea más bien definitoria de otra tribu: los neoestancieros- y en otras épocas gustaban de Lacoste -hasta que fue usurpada por los cultores de la cumbiavillera- y Tommy Hilfiger -hasta que fue descubierta por los country new riches en sus sus viajes a Miami y monopolizada por ellos-, pero la verdadera marca del sanisidrero de ley es una sola, y no es particularmente cara: Legacy. Tan identificada con San Isidro está la marca, que la empresa que la produce se llama precisamente San Isidro Textil Argentina S.A., con sede en la localidad de Martínez, Partido de San Isidro. Como se ve, mucho San Isidro junto.

La pilcha de Legacy -que ilustra esta nota- no es particularmente innovadora -está a medio camino entre el estilo preppy y la típica onda telúrica vinculada al polo y lo gauchesco-, su calidad no es ni mala ni exageradamente buena, y su precio va de lo razonable a lo medio caro. En definitiva, no resaltaría por prácticamente nada si no fuera porque un municipio entero la adoptó como propia y la erigió en su bandera.
San Isidro casual
Si me preguntan, diré que en esta temporada se la jugaron un poco con el color, introduciendo algunas variantes como el turquesa o el rosado, que se combinan en forma de rombos en los clásicos sweaters o, atrevidamente, tiñen algún pantalón.

Si no me preguntan nada, diré que Legacy es una marca que nunca nos destacará ni nos dejará mal parados, pero que es el santo y seña para reconocer al auténtico estilo San Isidro.

Espero estas resumidas indicaciones les hayan servido para distinguir un genuino sanisidrense de prosapia de un advenedizo countryman, evitando con ello el escarnio público y la consecuente expulsión de los torneos de golf del Jockey Club o los tercer tiempo del CASI. 

Ci vediamo la prossima volta!

sábado, 11 de febrero de 2012

La encrucijada

Lo bueno de haber acumulado algunos años, es poder sentirse un poco protagonista de la historia. Son muchas las anécdotas que puedo contar como partícipe de inolvidables noches de parranda, o como artífice del jet set vernáculo. Pero no todo en mi vida pública ha sido frivolidad, ni puede ser contado en ligero tono de comedia. También he sido parte, jugando a veces un papel secundario y en otras con un lugar de mayor relevancia, de algunos acontecimientos políticos que marcaron un antes y después en el devenir histórico de nuestro país.

Ya les contaré la ocasión en que me designaron cónsul en Montecarlo, y de cómo ese asunto terminó prácticamente en escándalo, pero déjenme comenzar ahora con una anécdota más pequeña, pero no por ello menos trascendente, al menos en lo que a mi respecta.

Todo sucedió una fría mañana de invierno.
 
Esa mañana de junio del '66 fue una de las más frías que yo recuerde. Hacía un tornillo de esos que te hielan hasta el huesito del caracú.

Caminábamos con mi viejo por la Avenida de Mayo, pesadamente, no por el exceso de abrigo -que era mucho el que llevábamos- sino por la certeza de estar ante una de esas jornadas que ennegrecen la historia. Minutos antes habíamos pasado por la Casa de Gobierno, para expresarle a Don Arturo nuestro apoyo incondicional, y el de todos los correligionarios del comité de Villa Urquiza. Pero a esa altura, más que apoyo, lo que habíamos ido a dar era el pésame. Estaba claro que, si el último bastión de respaldo era un grupito de parroquianos de un recóndito barrio de Buenos Aires, la suerte de Don Arturo ya estaba echada. El lo sabía. De hecho, nos había despachado rápidamente, sin perder su don de gentes de toda la vida, apenas con una mueca de "ya está, que le vamo' a hacer".

Perdidos en esas sensaciones de tristeza avanzábamos por la avenida. El golpe se percibía en el aire. Casi no había tránsito, como si los conductores se hubieran confabulado también para dejar vía libre al paso de los tanques. De hecho, se especulaba hacía unos días con que estaba todo preparado para que, a la primera señal, una columna de blindados saliera desde Palermo a ahogar toda posible resistencia.

El viejo estaba particularmente acongojado, no porque fuera un acérrimo defensor de Don Arturo -en la intimidad estaba convencido de que no había dejado macana sin hacer- sino porque sentía un incontrolable desprecio hacia los militares. Años atrás, en épocas del tirano depuesto, le habían confiscado una finquita que se había comprado, con el esfuerzo de años ejerciendo como abogado de pueblo, para plantar manzanas que fermentarían la sidra a repartirse en la Fundación Eva Perón. Y el viejo no podía olvidar que sus sueños de ir a refrescar las patas a la vera del Río Negro habían sido truncados por orden del General. Ergo, para él todos los generales, coroneles, sargentos, capitanes y otros integrantes del escalafón castrense, sean del bando que fueran, y cualesquiera fuera su ideología, no eran más que viles confiscadores de sueños. Tanto odio les tenía, que incluso a mi prácticamente no me dirigió la palabra durante el año que estuve haciendo la colimba, puesto que, aún contra mi voluntad, era transitoriamente su cómplice.

La cosa es que, llegando a la calle Santiago del Estero, más o menos a la altura de los 36 Billares, los divisamos. Era un grupete de jóvenes soldados, con sus ominosos uniformes invernales, armados con fusiles, marchando a paso rítmico con dirección a la Plaza de Mayo. No debían ser más de diez. Se los notaba tranquilos, con la paz de quien cumple un trabajo de rutina. Aunque para ellos, la rutina fuese sembrar la Patria de ignominia.

Con el viejo nos miramos. Andábamos los dos calzados. Él con una Browning nuevemilímetros que se había comprado meses atrás previendo que los tiempos se vendrían espesos. Yo con un bastante menos intimidante veintidós de seis tiros, que también había llevado por si las dudas. Sabíamos que llevábamos las de perder. Sin embargo, algunas veces uno no puede rehuír a la cita con el destino. En ese momento, nuestro destino era convertirnos, quijotescamente, en barrera contra el seguro despotismo. ¿Qué importaba que nuestras chances fueran nulas? ¿Acaso la saga de los trescientos espartanos que ofrecieron su vida en las Termópilas había sido vana? ¿No había sido siempre, por cierto, la batalla entre el bien y el mal, una batalla desigual? Acá estábamos nosotros dos, representantes de los argentinos de bien que se levantan cada mañana para forjar el futuro y que desean convivir en paz, contra esos diez desgraciados, sicarios de la pérfida dictadura, oscuros peones de la barbarie, dispuestos a apagar el fuego de la libertad con el fuego de sus fusiles.

El que iba más adelantado algo percibió, porque con un rápido ademán hizo detener al grupo. Quedamos enfrentados, separados por unos diez metros de distancia, como en esas escenas de western donde los protagonistas se encuentran en los extremos de una calle polvorienta, dispuestos a un duelo que liquidará el que más rápido desenfunde el revólver.

Cruzamos nuevamente miradas con el viejo. No hicieron falta las palabras. Él apenas inclinó la frente hacia abajo asintiendo. Todas las dudas, todos los temores, quedaron de lado. Arremetimos por la avenida a toda velocidad, en la dirección en que se encontraban los soldados.

Vimos sus caras de asombro, su perplejidad, cuando pasamos a su lado a toda marcha. Recién llegando a la esquina del Congreso habremos dejado de correr. ¡Mamita, qué julepe nos pegamos!

viernes, 3 de febrero de 2012

¡No desesperen!

Queridos chichipíos, recién entro a mi casa después de unas vacaciones en la Isla Mauricio donde tuve un pequeño percance que me demoró más de la cuenta (una intoxicación con caviar beluga que casi me pasa pal' otro lao), pero no me demoro en ponerme a escribir y responder a las demandas del simpático grupo de señoritas que estaba haciendo guardia en la puerta con pancartas y aplaudiendo al grito de "¡fuerza doctor!".

En estos días habrá novedades. Historias de vida, críticas gastronómicas o recomendaciones para el buen vestir. Algo saldrá de la galera.

Por pronto cuidensén, lleven sweater de lana por si refresca y un kayak por si cae un chuvasco, que por lo que he visto, en Buenos Aires hay algunos problemitas insignificantes con el asunto de los desagües.

Ci vediamo!

Una imagen de mis vacaciones