miércoles, 29 de febrero de 2012

El "estilo San Isidro"

San Isidro colorido
No escapa a la distinguida audiencia de este espacio que las gentes que habitan esta gran urbe suelen aglutinarse en diferentes subgrupos, caracterizados por las más diversas razones, que les otorgan rasgos particulares que notará hasta el más caído del catre. A veces esa diferenciación puede estar dada por la común afición a cierta escuadra futbolística, otras veces al ejercicio de determinada profesión y otras tantas, por caso, al hecho de habitar en un barrio o localidad en particular. Lo cierto es que cada uno de esos grupos -o tribus, como ha dado en llamarlos la sociología vernácula con particular léxico- son perfectamente reconocibles por utilizar un lenguaje propio, compartir valores comunes o vestir de una determinada forma. Es precisamente a los códigos pilcheriles de una de estas curiosas tribus urbanas, que quiero referirme en esta oportunidad.

Señoras y señores, con ustedes: el "estilo San Isidro".

Para comenzar este pequeño ensayo de antropología urbana sobre el vestir de los habitantes del selecto distrito de la Zona Norte del conurbano bonaerense, he de prevenir al lector sobre un error común en su caracterización. Usualmente, se considera que la nota distintiva de los sanisidrenses es ser -o al menos parecer- gente bienuda. Sin embargo, he de notar que también hay ricachones -reales o aparentes- en otras zonas como la Recoleta, Belgrano R, Adrogué, Puerto Madero o en los countries de Pilar, y sin embargo claramente no se parecen a los sanisidritas. Lo que diferencia a estos últimos, entonces, no es su poder adquisitivo, sino una particular actitud que asumen frente a la vida: los quías viven en estado de permanente vacacionar. Más aún, muchos de ellos están absolutamente persuadidos de vivir cerca de la playa -pese a los casi quinientos kilómetros que los separan de la Bristol- e incluso en mitad del campo -aunque no queden en San Isidro calles de tierra, y la vaca más cercana se encuentre en la Agronomía-.

San Isidro en bermudas
A esa predisposición ociosa hay que sumarle la influencia del deporte en las costumbres sanisidrianas -principalmente el rugby y en menor medida la náutica- para explicar el overall look del parroquiano arquetípico. El sanisidrense suele lucir relajado, ligeramente desprolijo -a diferencia de sus pares de Recoleta, que intentan estar impecables en cualquier situación por más indecorosa que ésta sea- e incluso indiferente. No es extraño ver jóvenes de bermudas, ojotas, barba crecida y pelo enmarañado -eso si, de rigurosa chomba por fuera del pantalón- caminando por la Avenida del Libertador a la altura de Acassuso, o alegres jovatos de ídem bermuda -aunque en su variante de jean-, con canas peinadas hacia atrás, luciendo orgullosos zapatillas de tenis y horribles medias deportivas a la vista mientras toman un vermú en Pepino. Con todo, la imagen que caracteriza a San Isidro es la de un hombre entrando en sus cincuentas, de camisa polo, pantalones de gabardina pinzados, cinturón con guarda Pampa y zapatos náuticos.
San Isidro canchero
Como la onda en la capital del rugby es aparentar riqueza disimulándola, los sanisidrinos no son particularmente afectos a las grandes marcas. Es cierto que muchos de ellos tienen debilidad por Polo Ralph Lauren o Cardón -aunque ésta última sea más bien definitoria de otra tribu: los neoestancieros- y en otras épocas gustaban de Lacoste -hasta que fue usurpada por los cultores de la cumbiavillera- y Tommy Hilfiger -hasta que fue descubierta por los country new riches en sus sus viajes a Miami y monopolizada por ellos-, pero la verdadera marca del sanisidrero de ley es una sola, y no es particularmente cara: Legacy. Tan identificada con San Isidro está la marca, que la empresa que la produce se llama precisamente San Isidro Textil Argentina S.A., con sede en la localidad de Martínez, Partido de San Isidro. Como se ve, mucho San Isidro junto.

La pilcha de Legacy -que ilustra esta nota- no es particularmente innovadora -está a medio camino entre el estilo preppy y la típica onda telúrica vinculada al polo y lo gauchesco-, su calidad no es ni mala ni exageradamente buena, y su precio va de lo razonable a lo medio caro. En definitiva, no resaltaría por prácticamente nada si no fuera porque un municipio entero la adoptó como propia y la erigió en su bandera.
San Isidro casual
Si me preguntan, diré que en esta temporada se la jugaron un poco con el color, introduciendo algunas variantes como el turquesa o el rosado, que se combinan en forma de rombos en los clásicos sweaters o, atrevidamente, tiñen algún pantalón.

Si no me preguntan nada, diré que Legacy es una marca que nunca nos destacará ni nos dejará mal parados, pero que es el santo y seña para reconocer al auténtico estilo San Isidro.

Espero estas resumidas indicaciones les hayan servido para distinguir un genuino sanisidrense de prosapia de un advenedizo countryman, evitando con ello el escarnio público y la consecuente expulsión de los torneos de golf del Jockey Club o los tercer tiempo del CASI. 

Ci vediamo la prossima volta!

sábado, 11 de febrero de 2012

La encrucijada

Lo bueno de haber acumulado algunos años, es poder sentirse un poco protagonista de la historia. Son muchas las anécdotas que puedo contar como partícipe de inolvidables noches de parranda, o como artífice del jet set vernáculo. Pero no todo en mi vida pública ha sido frivolidad, ni puede ser contado en ligero tono de comedia. También he sido parte, jugando a veces un papel secundario y en otras con un lugar de mayor relevancia, de algunos acontecimientos políticos que marcaron un antes y después en el devenir histórico de nuestro país.

Ya les contaré la ocasión en que me designaron cónsul en Montecarlo, y de cómo ese asunto terminó prácticamente en escándalo, pero déjenme comenzar ahora con una anécdota más pequeña, pero no por ello menos trascendente, al menos en lo que a mi respecta.

Todo sucedió una fría mañana de invierno.
 
Esa mañana de junio del '66 fue una de las más frías que yo recuerde. Hacía un tornillo de esos que te hielan hasta el huesito del caracú.

Caminábamos con mi viejo por la Avenida de Mayo, pesadamente, no por el exceso de abrigo -que era mucho el que llevábamos- sino por la certeza de estar ante una de esas jornadas que ennegrecen la historia. Minutos antes habíamos pasado por la Casa de Gobierno, para expresarle a Don Arturo nuestro apoyo incondicional, y el de todos los correligionarios del comité de Villa Urquiza. Pero a esa altura, más que apoyo, lo que habíamos ido a dar era el pésame. Estaba claro que, si el último bastión de respaldo era un grupito de parroquianos de un recóndito barrio de Buenos Aires, la suerte de Don Arturo ya estaba echada. El lo sabía. De hecho, nos había despachado rápidamente, sin perder su don de gentes de toda la vida, apenas con una mueca de "ya está, que le vamo' a hacer".

Perdidos en esas sensaciones de tristeza avanzábamos por la avenida. El golpe se percibía en el aire. Casi no había tránsito, como si los conductores se hubieran confabulado también para dejar vía libre al paso de los tanques. De hecho, se especulaba hacía unos días con que estaba todo preparado para que, a la primera señal, una columna de blindados saliera desde Palermo a ahogar toda posible resistencia.

El viejo estaba particularmente acongojado, no porque fuera un acérrimo defensor de Don Arturo -en la intimidad estaba convencido de que no había dejado macana sin hacer- sino porque sentía un incontrolable desprecio hacia los militares. Años atrás, en épocas del tirano depuesto, le habían confiscado una finquita que se había comprado, con el esfuerzo de años ejerciendo como abogado de pueblo, para plantar manzanas que fermentarían la sidra a repartirse en la Fundación Eva Perón. Y el viejo no podía olvidar que sus sueños de ir a refrescar las patas a la vera del Río Negro habían sido truncados por orden del General. Ergo, para él todos los generales, coroneles, sargentos, capitanes y otros integrantes del escalafón castrense, sean del bando que fueran, y cualesquiera fuera su ideología, no eran más que viles confiscadores de sueños. Tanto odio les tenía, que incluso a mi prácticamente no me dirigió la palabra durante el año que estuve haciendo la colimba, puesto que, aún contra mi voluntad, era transitoriamente su cómplice.

La cosa es que, llegando a la calle Santiago del Estero, más o menos a la altura de los 36 Billares, los divisamos. Era un grupete de jóvenes soldados, con sus ominosos uniformes invernales, armados con fusiles, marchando a paso rítmico con dirección a la Plaza de Mayo. No debían ser más de diez. Se los notaba tranquilos, con la paz de quien cumple un trabajo de rutina. Aunque para ellos, la rutina fuese sembrar la Patria de ignominia.

Con el viejo nos miramos. Andábamos los dos calzados. Él con una Browning nuevemilímetros que se había comprado meses atrás previendo que los tiempos se vendrían espesos. Yo con un bastante menos intimidante veintidós de seis tiros, que también había llevado por si las dudas. Sabíamos que llevábamos las de perder. Sin embargo, algunas veces uno no puede rehuír a la cita con el destino. En ese momento, nuestro destino era convertirnos, quijotescamente, en barrera contra el seguro despotismo. ¿Qué importaba que nuestras chances fueran nulas? ¿Acaso la saga de los trescientos espartanos que ofrecieron su vida en las Termópilas había sido vana? ¿No había sido siempre, por cierto, la batalla entre el bien y el mal, una batalla desigual? Acá estábamos nosotros dos, representantes de los argentinos de bien que se levantan cada mañana para forjar el futuro y que desean convivir en paz, contra esos diez desgraciados, sicarios de la pérfida dictadura, oscuros peones de la barbarie, dispuestos a apagar el fuego de la libertad con el fuego de sus fusiles.

El que iba más adelantado algo percibió, porque con un rápido ademán hizo detener al grupo. Quedamos enfrentados, separados por unos diez metros de distancia, como en esas escenas de western donde los protagonistas se encuentran en los extremos de una calle polvorienta, dispuestos a un duelo que liquidará el que más rápido desenfunde el revólver.

Cruzamos nuevamente miradas con el viejo. No hicieron falta las palabras. Él apenas inclinó la frente hacia abajo asintiendo. Todas las dudas, todos los temores, quedaron de lado. Arremetimos por la avenida a toda velocidad, en la dirección en que se encontraban los soldados.

Vimos sus caras de asombro, su perplejidad, cuando pasamos a su lado a toda marcha. Recién llegando a la esquina del Congreso habremos dejado de correr. ¡Mamita, qué julepe nos pegamos!

viernes, 3 de febrero de 2012

¡No desesperen!

Queridos chichipíos, recién entro a mi casa después de unas vacaciones en la Isla Mauricio donde tuve un pequeño percance que me demoró más de la cuenta (una intoxicación con caviar beluga que casi me pasa pal' otro lao), pero no me demoro en ponerme a escribir y responder a las demandas del simpático grupo de señoritas que estaba haciendo guardia en la puerta con pancartas y aplaudiendo al grito de "¡fuerza doctor!".

En estos días habrá novedades. Historias de vida, críticas gastronómicas o recomendaciones para el buen vestir. Algo saldrá de la galera.

Por pronto cuidensén, lleven sweater de lana por si refresca y un kayak por si cae un chuvasco, que por lo que he visto, en Buenos Aires hay algunos problemitas insignificantes con el asunto de los desagües.

Ci vediamo!

Una imagen de mis vacaciones