martes, 24 de mayo de 2011

Invierno Giesso

Por si aún no se había dado Ud. cuenta, querido lector, le comento que este humilde servidor es un tipo de gustos clásicos. Nada de andar corriendo tendencias ni convertirse en conejillo de indias de diseñadores colifatos. Me place lo probado, lo reconocidamente sobrio, lo que permanece a través de las épocas. De ahí a convertirse en un potencial cliente de Giesso, hay un sólo paso.

Para dar una idea de la impronta de la marca, baste decir que Giesso lleva más de ciento veinte años en el mercado, y alega incluso haber tenido como clientes a los ex presidentes Bartolomé Mitre y Julio Argentino Roca. O sea que están en el negocio desde el año del ñaupa, y desde entonces se han caracterizado por su estilo clásico, sobrio e innegablemente porteño. La atmósfera con reminiscencias a los años '40 que caracteriza sus locales habla bastante de la filosofía que intenta transmitir la empresa.

Sin embargo, y siendo que en principio Giesso tiene todo para atraerme como cliente, algunos detalles impiden que me convierta en su más fiel devoto. Concretamente, he encontrado algunos problemas de diseño en los pantalones -una incomodísima franja de tela que suele recubrir la parte interior de la bragueta, que evidentemente colocó alguien que jamás pasa por el toilette; cinturas extremadamente estrechas, aptas sólo para el hombre "modelo fideo"- y en la confección de algunas prendas informales -camisas que se deforman con los lavados- que me impiden colocar a Giesso en el pedestal de las marcas más caqueras de la Argentina.

Pero dejémonos de introducciones. De lo que quería hablarles es de lo que propone la marca para este invierno. Y ahí, si me dejo guiar sólo por lo que aparece en las fotos y en las vidrieras, haciendo abstracción de esos detalles que ya les comentara, la verdad que la cosa pinta interesante. Porque si bien la casa se ha sumado a la onda retro que hace furor entre los diseñadores de moda masculina de estos tiempos, hay que reconocerles que acá la tendencia no se ve como algo exótico, sino que encaja perfectamente con la identidad de la marca.

Así podemos ver, dentro de la línea más formal, sacos perfectamente entallados y con solapas en punta que recuerdan mucho la moda de la década de 1940 -de hecho se ofrecen sacos cruzados como los que hacían roncha por ese entonces-, que cuadran muy bien con martini dry dry más aceituna en la mano izquierda y bella señorita rodeando el brazo derecho, aunque me temo que sea moda pasajera que se acaba el año que viene. El conjunto se completa agregando camisa rayada con cuello blanco -si puede ser con puño doble para gemelos, mejor- y corbata tirando a delgada pero no raquítica, que es como suele ofrecerlas la marca, en fondos de colores fuertes y vivos divertidos que remiten automáticamente a los diseños de Hermès, o en elegante jacquard de seda liso.
.
Si el fresco obliga a salir un poco más emponchados, podemos optar por algún sobretodo con estampado príncipe de Gales, bufanda haciendo juego, y sweaters o camperitas de lana.

Para terminar -y ya los dejo seguir viendo la novela- debo decir que otro acierto de la marca es haber resucitado las camperas de cuero cortas y entalladas -estilo motociclista- que combinan más que bien con sweater y camisa polo, o con unos pantalones de jean y botas en un look a lo James Dean que hará las delicias de las chicas del barrio. La campera de cuero es un clásico que retorna cíclicamente, y que siempre podemos tener guardada en el ropero con la certeza de que volverá a estar in tarde o temprano, lo que la convierte en una inversión redituable pese a su precio generalmente no apto para bolsillos exhaustos.

Fotos: www.giesso.com.ar

lunes, 16 de mayo de 2011

De luxe

Está de moda hablar del lujo. Desde afectados señores con doctorado en La Sorbonne hasta las doñas que se hacen la permanente en la peluquería del barrio, todo el mundo quiere saber qué es hoy el lujo. En medio de esa desesperada búsqueda del conocimiento sociológico, es que el otro día me encara un tipo en la fiambrería -mientras esperaba que me corten doscientos gramos de salame, necesarios para maridar en glorioso chegusán con el pebete que había dejado en la mesada de casa- y me espeta, así de una, lo siguiente: "Mire Dr. Merengue, hace años que la vengo levantando en pala con una empresita constructora, pero la patrona me sigue diciendo que soy un grasún sin redención posible. Usted que la sabe lunga de estas cosas, ¿qué me recomienda para mostrar que estoy verdaderamente en la pomada?".

Dada la urgencia de la situación -el especial de salame y queso reclamaba mi expedito retorno al hogar, y el partido entre Villa Dálmine y Sportivo Desamparados estaba por empezar en la tevé por cable- despaché al impertinente con un "cómprese un Rolex, lleve a la señora a un fin de semana five stars, y la seguimos la próxima". Una solución como para sacarse a un pesado de encima, pero en realidad bastante alejada de la respuesta que, en mi humilde opinión, cabe dar a la inquietud existencial de nuestro amigo el costruttore.

En efecto, la idea de que el lujo pasa por mostrarle al mundo que el dinero nos brota por los poros ha quedado demodé. La humanidad ha superado la era en que la créme de la créme ostentaba sus relojes fulgurantes, el dorado hacía roncha y las marcas eran sinónimo de status. Más aún, hoy por hoy, todo eso es más bien signo de mal gusto y tilinguería, que de lujo e importancia.


Ahora, a nadie en su sano juicio se le ocurriría hacer las veces de marquesina humana, anunciando marcas como Armani, Dolce & Gabbana o Gucci. A menos que viva en un barrio de avería y haya comprado la camiseta-aviso en una feria conurbana, claro está. Hoy día la noción de lujo va por otros carriles. En primer lugar, por disfrutar de todo aquello que es único y ha sido creado especialmente para quien lo usa. Eso es la genuina distinción: distinguirse de la muchedumbre, no mediante el obsceno "aquí estoy yo", sino gozando de lo especial, de lo que se adapta a nuestras específicas necesidades. De ahí que, al menos para el que suscribe, una camisa hecha a medida, un traje de sastrería o un mueble fabricado por un artesano, representen lujos mucho mayores que objetos similares, incluso más caros, salidos de alguna renombrada factoría. El lujo no pasa por el precio, sino por la perfección con que las cosas se adaptan a nuestros gustos y exigencias.

En segundo lugar, la nueva suntuosidad se vincula mucho a la experiencia que el acto de consumir implica. Antes se consideraba rico al que gastaba sumas siderales con su tarjeta gold en un comercio fastuoso, lleno de brillos y ornamentos. Pero ahora cualquier pelagatos con un recibo de sueldo tiene a su alcance una cuenta gold, platinum, magnaninum o como catzo se llamen. Entonces, vale más que nos traten como amigos de la casa, que nos hagan sentir bienvenidos, a que nos engrupan con columnas de mármol, alfombras rojas y cosas por el estilo. Y no me refiero a esas fórmulas estereotipadas que cualquier mercachifle utiliza, porque leyó un manual de marketing y se cree que hace sentir bien a sus clientes poniendo a un telemarketer para que nos llame en nuestro cumpleaños, o entrenando a sus vendedores para darnos los buenos días. No señor. El consumidor hipersofisticado de esta centuria lo que exige no es una impostura, sino verdadero calor humano. Que el que nos atiende se interiorice sobre nuestros gustos y necesidades. Que nos salude con un apretón de manos y pregunte por nuestra familia -con genuino interés- a la segunda visita. Que la marca no nos trate como un cliente más en un millón, sino que quiera realmente forjar una relación duradera, hacerse de un cliente que exprese fidelidad a través de los años. Para dar un ejemplo, siempre me quedo charlando un largo rato con mi camisero cada vez que lo visito: me cuenta de sus cosas, le cuento de las mías, y en el mientrastanto me muestra los nuevos productos que le van llegando y le hago mis encargos. Ese vínculo casi de amistad tiene para mi un valor que ningún boliche palermohollywoodense atendido por veinteañeros cancheros y con precios for export puede equiparar. Ser considerado una persona, y no simplemente una billetera que pasa por la puerta para vaciarse en la caja, como dice Mastercard, no tiene precio.

Finalmente, entiendo que si hay algo que representa el súmmum del lujo en estos días, es simplemente disponer de tiempo libre para deleitarse en el ocio. En un mundo que anda a las corridas, en el que el objetivo es ser el primero en llegar, en el que hay que resumir todo en ciento cuarenta caractéres; hacerse del tiempo para disfrutar de una charla, contemplar un paisaje o sentir el aroma de una mañana fresca, es el mayor de los lujos al que podemos aspirar. Gozar del dolce far niente, eso si que es cosa de reyes. Todo lo demás puede pagarse en cómodas cuotas.

Ilustraciones de Guillermo Divito y Francisco Revelli.

martes, 10 de mayo de 2011

Comer, comer, comer

Hablé hace algún tiempo de esa nueva tendencia culinaria consistente en reciclar el viejo y querido bodegón porteño para convertirlo en lugar apto para la juventud canchera y desenfadada que pulula por la Reina del Plata. De tal modo, ahora la onda pasa por abandonar los rumbos new rich como Puerto Madero, Las Cañitas o los múltiples palermos, y adentrarse en alguna decadente cantina barrial devenida neobodegón, poblada de veinteañeros recién salidos de sus clases en el IUNA, diseñadores de objetos tales como sacacorchos eco-friendly u otras múltiples variantes de esa fauna que aparenta una vida relajada aunque no se sepa muy bien qué hace para pagar las cuentas.

El problema es que a medida que cualquier cosa se va palermizando, necesariamente va perdiendo su esencia para convertirse en una puesta en escena de si misma, una farsa montada para aparentar que se es lo que se ha dejado de ser o nunca se ha sido. En el caso de los neobodegones, lo que acontece es que terminamos presenciando una simulación de lo que es un verdadero bodegón, pero que ha perdido su gracia en el proceso de convertirse en parodia: las sabrosas y aceitosas milanesas pasan a ser milanesas aceitosas a secas, los parroquianos son reemplazados por tipos que hacen de parroquianos, y hasta la simpática grasitud que habría demandado décadas acumularse es reemplazada por vulgar mugre que no denota historia sino mera falta de higiene.

Afortunadamente todavía quedan lugares que se mantienen impolutos de tanto snobismo, y este humilde servidor está siempre dispuesto a descubrirlos y recomendarlos a su distinguida audiencia. En esta oportunidad, la recorrida gastronómica ha llegado al porteñísimo barrio de La Paternal, donde sobrevive un genuino reducto de la cocina ítalo-argentina, la "Cantina Chichilo".


El morfadero en cuestión se encuentra bastante perdido en una calle del barrio (Camarones esquina Terrero) y de afuera no invita demasiado a entrar. Digamos que si lo juzgamos por el lado estético, es el típico lugar que uno sabe que es una lotería: o es una genialidad o una absoluta porquería. Afortunadamente, pese a la decoración en tónica cocoliche, con cosas por todos lados (camisetas de fútbol, fotos familiares, polvorientas botellas de vino de hace un siglo y siguen las firmas) e higiene un tanto dudosa, el boliche de Chichilo está más cerca de lo primero que de lo segundo.

Superado el shock inicial, y una vez que la vista se acostumbra al logradísimo aspecto "decadente kitsch" del lugar, el segundo paso es adaptarse al particular servicio: un auténtico "atendido por sus dueños", en el que Cacho, el pater familias, medio que nos recomienda, medio que nos ordena, lo que habremos de comer. Aceptando la premisa de que el que manda es él, la velada se convierte en una experiencia más que agradable, y Cacho se ocupará personalmente de que todo esté en orden.

Pero vamos a lo importante: la comida. Porque si aceptamos abandonar toda pretensión estética y someternos a los dictados de un bolichero medio autoritario, es precisamente porque la comida lo vale, ¡y cómo! Lógicamente lo que ofrece Chichilo no se inscribe en la tendencia de la cocina molecular ni gana estrellas de la Guía Michelín, pero satisface a un cliente ávido de la buena comida italiana alla argentina que disfrutaban nuestros abuelos. Las pastas son exquisitamente caseras, y se acompañan de aceitosísimas salsas que tienen de rico lo que les debe faltar de saludables. En mi caso, le entré a unos tallarines con chorizos a la pomarola que mamma mía. Otros comensales incursionaron en sorrentinos y albóndigas y quedaron igualmente felices. De postre no me pude resistir: ¡merengues con crema y dulce de leche! Casi muero empalagado en el intento, pero sobreviví para recomendarlo. Todos los postres son un atentado hipercalórico y merecen ser probados. Las entradas están en unas bandejas sobre el mostrador, y consisten en diversos ingredientes (tomates secos, salamines, encurtidos, etc.) flotando en aceite, lo que me hizo desistir de su degustación, pero la gente que me acompañó se atrevió a ellos en otras oportunidades y sigue gozando de buena salud.

En conclusión, un comedero recomendable para ir con amigos (nunca, pero nunca, para intentar conquistar una damisela), con precios amables y sabores que recuerdan a esa Buenos Aires que alguna vez se convirtió en el hogar de tanos, gallegos, rusos, turcos y otros inmigrantes que la adoptaron como propia. Aconsejo llevar Uvasal.


Cantina Chichilo: Camarones 1901, Capital Federal. Tel.: 4584-1263/4581-1984.

domingo, 1 de mayo de 2011

A mi manera

Cada quien tiene sus berretines en materia de pilcha. Conozco más de un quía que anda chocho de la vida vestido de los pies a la cabeza en la onda roquero de Levi's, tipos que viven persiguiendo lo último de lo último por los nuevos Palermos que se van creando por la ciudad, y hasta algún pajuerano que pasa por Chemea y sale creyéndose un galán de telenovela.

En mi caso, tengo un camisero amigo en la calle Salta al que rara vez traiciono comprando en otro lado, y una sastrería en Colegiales de la que han salido la mayoría de mis trajes. Pero cuando quiero sentirme un verdadero latin lover, el matador de los cien barrios porteños, paso por el local de Mc Taylor de Av. Santa Fe y Paraná, y cuando salgo agarrate Catalina.

Creo que lo que más me gusta de la marca es la capacidad para ser innovadores variando sobre esquemas clásicos y sin caer en ese snobismo que hace que mañana nos veamos ridículos con lo que ayer éramos la créme de la créme. Una prenda de Mc Taylor de hace algunos años sigue conservando la elegancia y el buen gusto del día en que la compramos, pese a que las modas hayan seguido su curso por otro lado. 

Otro punto fuerte de la casa es el cuidado en los detalles y las terminaciones, que le dan un plus de sofisticación al producto. Por ejemplo, hace unos años compré un sobretodo largo, que se destaca por tener la parte superior del cuello hecha en una especie de terciopelo, que otorga a la prenda un aire lujoso similar al de los abrigos militares de principios del siglo XX.

Pero no nos desviemos del tema que quería tratar. La cuestión es que todas las marcas, por más clásicas que sean, siempre tienen alguna novedad para cada temporada, y aquí quería comentarles lo que ofrece Mc Taylor para hacerle frente a los frescores de este año.

Como es habitual en la firma, la propuesta tiene una impronta bastante europea, en algunos aspectos marcadamente italiana. En materia de sastrería, apuntan a una elegancia chic (si cabe la redundancia), sin caer en lugares comunes como el abuso del color negro (que queda más bien reservado, afortunadamente, a la línea de abrigos). Al contrario, aún dentro de la oscuridad que caracteriza a la paleta invernal, hay lugar para propuestas vívidas como los sacos de terciopelo en azul marino, o detalles que dan un toque de vida y originalidad, como cuadros, rayas, espigas, etc.

Por el lado de las camisas, la marca suele destacarse por usar géneros con texturas y diseños que salen de lo habitual sin caer en lo llamativo o lo vulgar. Este invierno no es la excepción, y así pueden verse colores vivos que contrastan con la oscuridad de los sacos y abrigos, en tonos de celeste, rosa o lila. También hay mucho cuadrillé (tendencia que, he de decir, me encanta), cuellos a contratono y detalles en cuellos y puños que juegan con diferentes tramas y diseños.

En conclusión, Mc Taylor propone una vez más un hombre moderno y clásico a la vez, que navega por arriba de las tendencias con un toque de desenfado. Que se yo... A mi, me piace, ¿y a Ud.?