sábado, 11 de febrero de 2012

La encrucijada

Lo bueno de haber acumulado algunos años, es poder sentirse un poco protagonista de la historia. Son muchas las anécdotas que puedo contar como partícipe de inolvidables noches de parranda, o como artífice del jet set vernáculo. Pero no todo en mi vida pública ha sido frivolidad, ni puede ser contado en ligero tono de comedia. También he sido parte, jugando a veces un papel secundario y en otras con un lugar de mayor relevancia, de algunos acontecimientos políticos que marcaron un antes y después en el devenir histórico de nuestro país.

Ya les contaré la ocasión en que me designaron cónsul en Montecarlo, y de cómo ese asunto terminó prácticamente en escándalo, pero déjenme comenzar ahora con una anécdota más pequeña, pero no por ello menos trascendente, al menos en lo que a mi respecta.

Todo sucedió una fría mañana de invierno.
 
Esa mañana de junio del '66 fue una de las más frías que yo recuerde. Hacía un tornillo de esos que te hielan hasta el huesito del caracú.

Caminábamos con mi viejo por la Avenida de Mayo, pesadamente, no por el exceso de abrigo -que era mucho el que llevábamos- sino por la certeza de estar ante una de esas jornadas que ennegrecen la historia. Minutos antes habíamos pasado por la Casa de Gobierno, para expresarle a Don Arturo nuestro apoyo incondicional, y el de todos los correligionarios del comité de Villa Urquiza. Pero a esa altura, más que apoyo, lo que habíamos ido a dar era el pésame. Estaba claro que, si el último bastión de respaldo era un grupito de parroquianos de un recóndito barrio de Buenos Aires, la suerte de Don Arturo ya estaba echada. El lo sabía. De hecho, nos había despachado rápidamente, sin perder su don de gentes de toda la vida, apenas con una mueca de "ya está, que le vamo' a hacer".

Perdidos en esas sensaciones de tristeza avanzábamos por la avenida. El golpe se percibía en el aire. Casi no había tránsito, como si los conductores se hubieran confabulado también para dejar vía libre al paso de los tanques. De hecho, se especulaba hacía unos días con que estaba todo preparado para que, a la primera señal, una columna de blindados saliera desde Palermo a ahogar toda posible resistencia.

El viejo estaba particularmente acongojado, no porque fuera un acérrimo defensor de Don Arturo -en la intimidad estaba convencido de que no había dejado macana sin hacer- sino porque sentía un incontrolable desprecio hacia los militares. Años atrás, en épocas del tirano depuesto, le habían confiscado una finquita que se había comprado, con el esfuerzo de años ejerciendo como abogado de pueblo, para plantar manzanas que fermentarían la sidra a repartirse en la Fundación Eva Perón. Y el viejo no podía olvidar que sus sueños de ir a refrescar las patas a la vera del Río Negro habían sido truncados por orden del General. Ergo, para él todos los generales, coroneles, sargentos, capitanes y otros integrantes del escalafón castrense, sean del bando que fueran, y cualesquiera fuera su ideología, no eran más que viles confiscadores de sueños. Tanto odio les tenía, que incluso a mi prácticamente no me dirigió la palabra durante el año que estuve haciendo la colimba, puesto que, aún contra mi voluntad, era transitoriamente su cómplice.

La cosa es que, llegando a la calle Santiago del Estero, más o menos a la altura de los 36 Billares, los divisamos. Era un grupete de jóvenes soldados, con sus ominosos uniformes invernales, armados con fusiles, marchando a paso rítmico con dirección a la Plaza de Mayo. No debían ser más de diez. Se los notaba tranquilos, con la paz de quien cumple un trabajo de rutina. Aunque para ellos, la rutina fuese sembrar la Patria de ignominia.

Con el viejo nos miramos. Andábamos los dos calzados. Él con una Browning nuevemilímetros que se había comprado meses atrás previendo que los tiempos se vendrían espesos. Yo con un bastante menos intimidante veintidós de seis tiros, que también había llevado por si las dudas. Sabíamos que llevábamos las de perder. Sin embargo, algunas veces uno no puede rehuír a la cita con el destino. En ese momento, nuestro destino era convertirnos, quijotescamente, en barrera contra el seguro despotismo. ¿Qué importaba que nuestras chances fueran nulas? ¿Acaso la saga de los trescientos espartanos que ofrecieron su vida en las Termópilas había sido vana? ¿No había sido siempre, por cierto, la batalla entre el bien y el mal, una batalla desigual? Acá estábamos nosotros dos, representantes de los argentinos de bien que se levantan cada mañana para forjar el futuro y que desean convivir en paz, contra esos diez desgraciados, sicarios de la pérfida dictadura, oscuros peones de la barbarie, dispuestos a apagar el fuego de la libertad con el fuego de sus fusiles.

El que iba más adelantado algo percibió, porque con un rápido ademán hizo detener al grupo. Quedamos enfrentados, separados por unos diez metros de distancia, como en esas escenas de western donde los protagonistas se encuentran en los extremos de una calle polvorienta, dispuestos a un duelo que liquidará el que más rápido desenfunde el revólver.

Cruzamos nuevamente miradas con el viejo. No hicieron falta las palabras. Él apenas inclinó la frente hacia abajo asintiendo. Todas las dudas, todos los temores, quedaron de lado. Arremetimos por la avenida a toda velocidad, en la dirección en que se encontraban los soldados.

Vimos sus caras de asombro, su perplejidad, cuando pasamos a su lado a toda marcha. Recién llegando a la esquina del Congreso habremos dejado de correr. ¡Mamita, qué julepe nos pegamos!

9 comentarios:

La Ninia Vreeland dijo...

LACIA me ha dejado, Dr., con este relato! Queremos más!
Beso!

Dr. Merengue dijo...

Ya contaré entonces el día que me tomé un tren equivocado y terminé encabezando la Primavera de Praga junto a Alain Delon y China Zorrilla.

Sol dijo...

Me encantó este relato! Su escritura es un deleite Dr.! Hacía mucho que no pasaba por acá. No va a volver a suceder!

Dr. Merengue dijo...

Estimada Sol, muchas gracias por sus elogios. Prometo no dejarme estar y escribir un poco más seguido.

Aninka Tokos dijo...

Muy feliz de volver a leerle, Dr. Concuerdo con Sol en que sus relatos son una alegría visual y ojalá posteara más seguido para no tener que andar extrañándolo en la blogósfera.
Espero que nos cuente más de su vida pero no se olvide de la moda y los placeres culinarios.
Saludos!

Dr. Merengue dijo...

Querida Aninka, el placer es mío al verla por aquí. Desde luego no me olvido de mis inclinaciones estéticas y sibaríticas. Prometo hacerme de más tiempo entre mis múltiples ocupaciones para satisfacer las demandas de los lectores.

ropa interior masculina dijo...

Estimado Dr., lo cierto es que un relato tuyo sienta mejor que una sesión de psicoterapia... excelente relato!

Julio dijo...

Dear Doctor, (òigase "dìar dòctor", que suena màs chetongo), un placer volver a leerlo. Tal como dice Aninka, esperàbamos ansiosos volver a leer su prosa... (espero que no sea novedad para ud.). Gran abrazo

Dr. Merengue dijo...

Estimado Ropa Interior, desde ya agradezco sus elogiosos conceptos, pero le pido por favor que se vista, dado que en este espacio conservamos ciertas reglas de etiqueta.

Estimado Julio, me alegra sobremanera que mis escritos generen placer en el lector. Uno hace lo que puede y se agradece la buena repercusión.