Mi amiga, la Reina de Jordania |
Por comentarios de varios allegados, se que la troupe de fieles seguidores de este espacio ha vivido últimamente tiempos de honda preocupación por mi estado de salud, mi paradero y el pago puntual de mis deudas. No puedo comentar demasiado sobre los motivos de mi ausencia, puesto que mis abogados me han incitado a respetar acuerdos de confidencialidad oportunamente suscriptos. Sólo les puedo decir que, por razones ajenas a mi voluntad, cierto viaje por el Oriente Medio se extendió más de lo deseado. Como dato de color, puedo agregar que tuve oportunidad de conocer personalmente a la reina Rania de Jordania, que es una mujer muy mona (mucho más de lo que permiten apreciar las fotografías), extremadamente culta y simpática, y que en la misma ocasión también pude comprobar que su marido, el rey Abdalá II, es un tipo más bien agrio, con bastantes pocas pulgas y un alguito celoso. También les puedo contar que aproveché la estadía en el simpático reino oriental para efectuar un estudio in situ de la situación carcelaria en Jordania, que será publicado a la brevedad. No quiero cambiar de tema sin mandarle un afectuoso saludo a Abdul Al Jashani y Karim Al Ragheb, probos funcionarios de la penitenciaría Al-Yuweide de Ammán, que luego de tres meses dando vueltas por ahí dentro, tuvieron la amabilidad de indicarme donde quedaba la salida.
Pero dejémonos de éstas cosas que a pocos, amén de los incondicionales que reunieron el dinero para solucionar mi problemilla, interesan. Prefiero referirles una experiencia infinitamente más grata que he vivido días atrás, relacionada más bien con el Oriente Lejano que con el Cercano que me ha tenido a mal traer.
Resulta que me encontraba en la búsqueda un service de lavarropas que me recomendaron por la zona de Palermo (¡toda la ciudad ahora se llama Palermo!) que he decidido rebautizar Palermobrioche. No se si se ubican: es un rectángulo delimitado por las calles Honduras, Dorrego, Nicaragua y Ravignani, en el que se han multiplicado como hongos los bistrós, pattiseries, boulangeries, petit cafés y demás reductos afranchutados con tolditos rayados, vidrieras con marco de madera y frascos con galletitas. Terminé recalando en uno que me pareció el más tranquilo y menos afeminado, dado que se había pasado largamente la hora del almuerzo y me estaba picando el bagre. Pedí una tabla de quesos, un plato de fiambre y una copa de vino, y me perdí en la altura de mis pensamientos hasta que un extraño detalle me sacó del ensimismamiento: la aparición y desaparición misteriosa de gente que salía de vayaasaberdonde e iba parar a ídem lugar. La cosa era extraña, porque el lugar era más bien pequeño y aparentaba tener una única entrada. Intrigado, presté atención y constaté la existencia de sendas puertas ocultas en la boiserie y detrás de una estantería. Como en esas viejas novelas de misterio donde un falso libro se convertía en la llave que hacía aparecer una habitación secreta tras la biblioteca, acá la apertura de un panel en la pared daba paso a una intrigante escalera que conducía al piso superior.
Consulté al personal y, sin que sea necesaria contraseña, identificación o pago de suma alguna, me franquearon el acceso al arriba. Allí la pequeña Paris transmutaba en un pequeño living minimalista absolutamente blanco, inmaculado, en el que apenas se destacaba una gran mesa de líneas rectas y madera clara decorada con orquídeas y una prolija barra de sushi. Tomé asiento en la mesa, vacía, y fui instruido del sistema de la casa: uno puede hacer su pedido marcando el plato deseado en una lista de papel, u optar por pagar una suma fija y que el chef traiga a piacere lo que se le vaya ocurriendo, mecanismo que los japoneses denominan omakase, y por el que terminé inclinándome. Ahí comenzó la bacanal.
Tiradito de pulpo ilustrativo: en realidad fui sin cámara |
Sin prisa pero sin pausa, comenzaron a llegar a mi plato una larga lista de exquisiteces producto de esa curiosa fusión nacida entre la gastronomía nipona y la peruana que hace roncha en el mundo. En primer lugar, tiraditos de salmón y pulpo, este último regado de una formidable salsa agridulce. Después, una profusa variedad de rolls de todo tipo y contenido: de salmón, de camarón, de langostino, con palta, con queso brie, rebosados y hasta con papas pai, todo en presentación delicadísima y sutil combinación. A mi gusto, descollaron los de salmón a la pimienta y suave toque de lima. La velada prosiguió con un ceviche combinado de salmón rosado, pulpo y langostinos, de notable frescor y acidez justa. Justo antes de tirar la toalla, llegaron los niguiris de salmón y centolla, y de salmón y ají rocoto. En todo se notaba la mano maestra y precisa del chef, la calidad de la materia prima y la sutileza de los sabores, administrados en la medida justa para no opacarse entre sí ni apabullar el estómago del comensal. Terminado el festín, oblé poco menos de tres gambas y me retiré intrigado por la absoluta ausencia de contertulios. ¿Será esta maravilla de la gastronomía fusionada (sin lugar a dudas, el mejor sushi que he probado hasta la fecha) el berretín de algún ricachón que lo ha puesto para si mismo y se niega a compartirlo con el gran público o quizá todo fue el producto de mi imaginación alucinada?
Háganme el favor, y que alguien vaya a constatar que Omakase existe y no es producto del delirio de un piantao. Si les piden la contraseña, digan que van de parte mía.
Ci vediamo!
Omakase: Nicaragua 5946, 1º piso, Capital Federal. Teléfono: 4778-1050.