Hay últimamente todo un marketing para imponer el vino como la bebida petitera por excelencia. Publicidades con señoritas monísimas empinando el malbec, tours por bodegas requetepaquetas, revistas especializadas y toda una parafernalia encaminada a convencernos de que si no le entramos al totín, seremos unos grasunes irredimibles, indignos de la vida civilizada. Así y todo, cada vez que voy a una reunión con alguna botella de vino, se queda invariablemente cerrada mirando como pasan las mucho más requeridas colegas de cerveza, aperitivo o fernet. Y eso que he probado con distintas variedades, no vaya a ser que le estuviera pifiando al gusto de los contertulios: malbec, cabernet, syrah, tempranillo, sauvignon blanc y siguen las firmas. No ha habido caso. Las pobrecitas se me quedan ahí inmóviles, esperando que algún alma caritativa les hinque el sacacorchos, cosa que jamás sucede.
Quizá el problema es que el vino es una bebida compleja. No suele dejarse querer así de entrada. Hay que ir acostumbrando el paladar, y las bodegas, empeñadas en sofisticar su oferta para adaptarla al gusto for export, no facilitan la cuestión. Tanto es así que se les ha metido en la cabeza que un vino no puede ser bueno si no se asemeja a una espesa melasa de gusto áspero e hiperconcentrado. Como si fuera un rito iniciático para dársela de entendido en cuisine & vins, tragarse un malbec de esos que abre la gente bien con cara de superada, termina siendo una experiencia bastante similar a chuparse un papel secante. Al segundo trago, la lengua ya te queda pegada al paladar y preferís declinar el tercero con la excusa de "si manejo no tomo", aunque la última experiencia al volante haya sido en 1985, en la calesita de la plaza de la Av. Córdoba.
Al final uno termina sintiéndose un poco disminuido, porque en vez del "Cavas del Trulalá bivarietal cabernet-malbec", por el que hay que oblar a partir de gamba y media la botella, nuestro paladar no cultivado prefiere un vino de la casa en jarrito, asustado con soda. Y la verdad es que no hay que sentirse culpable por eso. No se es ni mejor persona, ni más inteligente, ni más refinado, por inmolarse con esos brebajes de pocos amigos que hacen roncha en el hemisferio norte. El gusto es una experiencia eminentemente subjetiva, y si uno verdaderamente prefiere un vino sin prosapia, pero más amable a las papilas gustativas y, por qué no, también al bolsillo, adelante nomás, que nadie se lo va a echar en cara.
Mire, para que se de una idea, el otro día encaré un malbec Benjamín, de la bodega Nieto Senetiner, que debe andar por los quince pesos, si no menos. Y la verdad, ha sido de lo mejorcito que he probado últimamente. Suave, liviano, no demasiado ácido ni astringente. Como para acompañar la charla y la comida sin volverse demasiado invasivo. Quizá un pichón de enólogo de esos que andan dando vueltas me lo critique por berretón. Pero la próxima vez que vaya a una reunión, lo llevo. A ver si finalmente logro que lo abran.